11.21.2005

París puede estar en todas partes


Exactamente un año después del asesinato del director de cine Theo van Gogh en Holanda, hemos asistido a disturbios sin precedentes en nuestra vecina Francia. En ambos casos, existe un denominador común: los protagonistas son jóvenes, hijos de (in)migrantes norafricanos y de religión (al menos en el papel) musulmana.

No se pueden dejar de lado las diferencias entre ambos países. En Holanda, el asesinato y los desórdenes posteriores fueron claramente inspirados en la defensa del Islam frente a un director cinematográfico que ofendía, con sus obras, los sentimientos religiosos de los creyentes musulmanes.

Por el contrario, la rebelión de las masas en Francia tiene rasgos menos intelectuales y nada de religiosos. André Glucksmann, el conocido filósofo judío-francés, explica que “el islam no parece estar jugando ningún papel en estos disturbios suburbanos”. Y en otra parte, “los incendiarios franceses están mucho más cerca de un revolucionario francés, como Saint-Just, que de un revolucionario islamista, como Jomeini”. O bien, Quiñonero, escritor español residente en París: los jóvenes no quieren “ni escuelas, ni mezquitas, ni iglesias, ni sinagogas: sólo prostíbulos, pasta, sexo y rap”.

El problema francés no es sólo francés, es un conflicto europeo y puede estar en todas partes. Los jóvenes de los banlieus han sido imitados en otras regiones de Europa. En la vecina Alemania, ha habido autos incendiados en Berlín, Colonia y Chemnitz (la antigua Ciudad Karl Marx). No han quemado 400 vehículos por noche, como en Francia. Las cifras alemanas han sido más modestas -al igual que las belgas, donde también se registraron incidentes- de manera que no han llegado a llamar la atención de la prensa internacional.

Estamos frente a un problema muy grande, porque a consecuencia del invierno demográfico, Europa no puede prescindir de los inmigrantes. Sin embargo, las dificultades de integración que presentan los migrantes de la segunda y de la tercera generación son ingentes. Por un lado admiran a los europeos; pero, al mismo tiempo, los detestan, pues se sienten despreciados por ellos, como ciudadanos de segunda o tercera clase. A pesar de tener un pasaporte del país receptor.

En la Vieja Europa, acosada por la estagnación y el desempleo, los jóvenes migrantes se debaten entre la desesperanza y el aburrimiento. Entre el ocio y el tedio vital. No pertenecen al país donde viven; pero tampoco pertenecen al país del cual emigraron sus progenitores.

Es cierto que ellos viven mucho mejor de lo que vivirían en Marruecos o en Argelia. Pero no es con los norafricanos con quienes se comparan, sino con los franceses, holandeses y alemanes, en su caso. Y, siempre, salen perdiendo.

Se ha llamado la atención acerca de las condiciones materiales de vida de los migrantes. En el caso de Francia, se habla de las ciudades suburbios compuestas de grandes edificios de estilo stalinista y departamentos muy pequeños donde viven varias generaciones, en un hacinamiento que lleva necesariamente a la promiscuidad. Barrios enteros en las afueras de las ciudades, verdaderos guetos, sin posibilidad, ni intención de mezclarse con la población originalmente europea.

Algunos culpan al estado, al que se acusa de ser un estado carnívoro o vampiro; otros responsabilizan de la situación al estado neoliberal. Se puede decir muchas cosas del estado francés, menos que es neoliberal. Otros hablan del fracaso del modelo social europeo, responsable, entre otras cosas, del alto desempleo entre los jóvenes.

El estado puede destinar mucho dinero a programas de integración y cursos de idiomas; pero esto siempre es poco o nada sin la voluntad de la sociedad civil. Sin la voluntad de quienes acogen y de quienes migran, todo intento de integración estará irremediablemente condenado al fracaso.

PARIS PUEDE ESTAR EN TODAS PARTES